"Adiós al lenguaje" es un desafío a la paciencia, un recordatorio de que ante toda expresión artística, lo mejor que puede hacerse es relajarse y gozar. O relajarse y sufrir, pero siempre dejarse llevar y nunca intentar buscarle el sentido, la explicación, a lo que se está viendo, porque por ese camino se marcha directo a la frustración.
Película experimental, ensayo audiovisual, collage sensorial: cualquiera de estas definiciones -sin segundas intenciones peyorativas- le caben a la nueva película de Jean-Luc Godard, que a los 84 años sigue filmando con el mismo espíritu de su juventud. Es decir: buscando romper con el lenguaje cinematográfico convencional. En este caso es un intento con doble efecto, tan refrescante -ante la superpoblación de películas de fórmula entre los estrenos comerciales- como, de a ratos, tedioso.
Podría decirse que los protagonistas son una pareja y su perra, pero aquí no hay historia, sino imágenes y sonidos entrecortados, yuxtapuestos, diálogos en voz alta o susurrados, que en sus momentos más bellos recuerdan a Koyaanisqatsi o Powaqqatsi, con el valor agregado del 3D para realzar la poesía de las imágenes. Hay, también, abundantes referencias a películas clásicas y numerosas citas a célebres artistas y pensadores: Darwin, Solzhenitsyn, Monet, A. E. Van Vogt, Sartre y un largo etcétera. Este bombardeo de frases de autoridad es lo que vuelve todo un tanto pretencioso, abrumador y, por momentos, desconcertante. Sin necesidad de recurrir a un tratado de semiología, se pueden sacar en limpio un par de ideas claras, como las críticas a la sociedad del espectáculo y a la dictadura de la imagen, y la ironización sobre las nuevas tecnologías.
Si en su faceta intelectual la película puede llegar a minar la autoestima de cualquier espectador, el resarcimiento, quedó dicho, está en su aspecto sensorial. "El hombre, cegado por la conciencia, es incapaz de ver el mundo. El mundo sólo puede ser conocido por la mirada del animal", se cita a Rilke. Y esa frase, que contradice en gran medida la esencia cerebral de la propia película, parece ser la clave para verla sin padecerla. Como si nos dijeran que hay que entregarse, sin intelectualizar, a contemplar las hojas amarillas de un árbol otoñal, la puesta del sol sobre un lago, a la perrita retozando en la nieve o caminando por el sendero de un bosque. Y que las interpretaciones queden para después.