La piel de Venus, basada en la obra de teatro de David Ives, a su vez basada en la novela de Leopold von Sacher-Masoch, es una película intensa y concentrada sobre la relación entre un director y una actriz, sobre la manipulación y sus posibilidades de reversión, sobre las conexiones entre la realidad y la ficción, sobre el poder de la seducción y de la actuación entendida como su sinónimo evidente. Este relato de un casting singular, en el que las relaciones de poder mutan, se relata casi en tiempo real (hay por lo menos dos situaciones menores que lo alteran).
Roman Polanski dirige y dispone su mejor perfil malicioso con no poco de perversión, como lo hizo en Perversa luna de hiel (Bitter Moon). Como en esa película de 1992, su mujer, Emmanuelle Seigner, imanta y subyuga a la cámara, con un potencial erótico desbordante y, como en esa película, también hay aquí un objeto cortante arrojado al piso. Seigner ofrece un muestrario asombroso de cuánto puede cambiar en el decir, en su voz, en sus gestos. De cómo seduce con su mirada penetrante, hoy ostentosamente maquillada y desde hace décadas con aspecto cansado, con fascinantes ojeras naturales (esa forma de decirnos que no perdona el tedio). Seigner se basa en sus características físicas y las dosifica con una convicción notable: los planos, inevitablemente, la adoran. Y está acompañada por Mathieu Amalric, uno de los mejores actores -y directores, en ambos roles lo vimos este año en El cuarto azul- franceses actuales. Otro animal de cine que magnetiza miradas, que capta la atención al moverse, al dejarse llevar por el momento, que exhibe su propia capacidad de seducción, su propia y personal poesía de movimiento, su respiración y su pausa particulares. Seigner y Amalric sostienen la cercanía y el encierro impuestos, se atraen y se repelen. Y electrifican con un erotismo ostensible, con una electricidad particular, este espacio -un teatro parisiense en medio del frío y del viento- del que son amos y señores. Polanski juega a dos puntas: deja que los actores dominen la superficie, pero jamás se olvida de narrar, de conducir esta guerra de almas en proceso de desnudarse. Seigner se agiganta, sus curvas fascinan y también pueden oprimir. Amalric ataca y retrocede. Ambos se mueven confiados: el mundo de origen teatral y literario que los alberga se ha convertido en cine desde el mismísimo plano inicial, un extenso y majestuoso travelling en el que se impone de entrada la convicción de un viejo zorro como el director polaco, entertainer avezado y consumado potenciador de perversiones.