Los miles de obituarios sobre David Bowie que se desplegaron hoy en el mundo remarcan el genio creativo y la carrera camaleónica de uno de los íconos más influyentes de los últimos cincuenta años. El Duque Blanco construyó una obra con vaivenes, pero siempre movediza y enigmática. Ningún otro artista en la historia logró fusionar tan bien los caminos de la exploración arriesgada con los del éxito popular. Ningún otro niño nacido en un suburbio londinense terminó convirtiéndose en un extravagante outsider capaz de llenar estadios. En Blackstar, la canción que abre y da título a su último disco, Bowie reivindica "soy una estrella negra, no soy una estrella pop".
Más allá de su inagotable excelencia, lo medular en su trayectoria ha sido su libertad de pasear por varias décadas sacudiéndose con desprejuicio. Sus osadas mutaciones, tanto en el plano musical como en el de su imagen, no siempre han estado ligadas a las tendencias de la industria, y varias veces cuando se lo creyó terminado tuvo la capacidad de reinventarse.
"Lo que hago es muy sencillo, es solo que mis elecciones son muy diferentes de las de otras personas", la orgánica clave de Bowie para un continuo resurgir que arrancó con su primer disco allá por 1967 y que cerró su ciclo en esta tierra hace días con el lanzamiento de su opus número 25, el mencionado Blackstar.
Desde la balada lunática Space Oddity, hasta su canto de cisne Lazarus, Bowie ha trazado un universo dotado de múltiples capas. Su último video confirma su nobleza para despedirse por lo alto y darle al mundo su gran regalo final. No hace falta ir a una visión retrospectiva de su obra, basta con ver este trabajo grabado en medio de su plena y eufórica agonía. Que en la última imagen que nos deja el rey de los desprejuiciados se lo vea entrando en un clóset, es otro guiño en su extensa galería de elegantes y truculentas ironías. Quien durante décadas fuera símbolo de estilo y ambigüedad, cierra la puerta de su armario/ataúd dejando para el mundo un puñado de creaciones memorables y llevándose consigo una cuota de inquietante misterio.
Vamos a recordar a David a través de una serie de flashes tan impactantes como perdurables, desde su Ziggy Stardust hasta la brillante trilogía berlinesa, pasando por la pátina pop de singles como Let's dance y la oscuridad de discos como Outside. Un eterno renacentista que tuvo el valor de volver con su salud deteriorada y sorprender con dos obras superlativas, la última de ellas editada hace solo 3 días coincidiendo con su cumpleaños número 69.
En medio de tanta genialidad, y siempre fiel a su libertad, el gran artista también tuvo sus altibajos. Algún disco decepcionante como Never let me down, una incomprendida banda de rock como Tin Machine, o actuar para el director cool del momento en un film como El gran truco.
Para los que atravesamos la infancia y adolescencia en los ochenta, siempre estaremos marcados por la melena y las calzas de Bowie en Laberinto. Y si hablamos de desprejuicio, la muestra más frontal se cristalizó en la aparatosa versión que el Duque hizo junto a Mick Jagger del clásico Dancing in the street, con la dupla desafiando toda ley de buen gusto y masculinidad rocker.