Pueblo chico infierno grande, anuncia el refrán que mejor describe a la película de Israel Adrián Caetano. Sórdida, violenta y oscura, se sitúa en una localidad del interior comandada por el personaje de Duarte (Leonardo Sbaraglia en una de sus mejores interpretaciones). Un carismático hombre de pueblo que esconde lo peor del ser humano en su interior.
Basada en la novela Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued, El otro hermano (2017) comienza con la llegada de Cetarti (Daniel Hendler) al pueblo de Lapachito. No será una visita amigable, viaja desde Buenos Aires para reconocer los cadáveres de su madre y hermano, asesinados en un violento crimen. Tampoco los reconoce para darles sepultura sino para cobrar un seguro de vida que le posibilite viajar a Brasil y satisfacer un deseo personal. El encargado del papeleo es Duarte, un ex oficial de la fuerza “que estuvo en el monte tucumano en tiempos de subversión”, comenta al pasar. Ahora retirado, este hombre de mucha labia, envuelve a Cetarti en sus negocios ilegales hasta llegar a un final sin salida.
Hay mucho cine detrás de la película de Caetano. Las referencias cinematográficas no son obvias, tampoco las políticas, pero están presentes sutilmente. Duarte tiene un aire al personaje de Orson Welles en Sed de mal (Touch of Evil, 1958), propio de un clima noir, transpirado y con los dientes podridos en señal de clara putrefacción interior. Al estilo del legendario director, hay muchos planos al ras del suelo, con angulación contrapicada para marcar la inestabilidad del ambiente. Lapachito, pueblo del Chaco cercano a la frontera con Brasil, es uno de esos lugares olvidados del western, donde la apariencia de tranquilidad esconde las miserias humanas. Por el lado político tenemos graffitis en paradas de ómnibus que anuncian la llegada de un intendente mesiánico, o en la misma gorra que porta el ayudante de Duarte (Alian Devetac, La tercera orilla). Carteles de una obra que anuncia la realización de un polo científico muestran la contradicción, promesas de futuro perfecto en un lugar abandonado a merced del destino.
La violencia cruda en la película está justificada por la atmósfera de los alrededores del pueblo, con paredes sin revoque y enormes manchas de humedad por doquier. Sus habitantes deambulan como pecadores sin esperanzas, seres condenados a vivir de desechos (la chatarra que se compra, vende y acumula) escondiendo en un espacio subterráneo culpas, dinero o rehenes.
No es necesario aclarar el certero tamiz de Caetano para describir entornos marginales, desde Pizza, birra, faso (1998) hasta la serie para televisión Tumberos, pero si vale marcar que en la representación de dichos personajes negativos hay en Un oso rojo (2002) cierta empatía construida con el espectador, mientras que en esta oportunidad, sólo hay rechazo al mostrar su cara más sombría. En esa línea se destaca el personaje que compone Sbaraglia, cuya familiaridad produce el terror a su alrededor.
Pero más allá de las referencias Caetano es un gran narrador de historias, por ende recurre al género (como en Crónica de una fuga) para darle un marcado final a la historia –la novela no lo tiene- además de mantener el pulso descriptivo durante la primera mitad del film, y brindar un desenlace igual de perturbador.
El otro hermano logra enhebrar una serie de acontecimientos que van desde la desesperanza más absoluta hasta la miseria -espiritualmente hablando- más extrema. El recorrido de uno a otro punto está plagado de un clima agobiante. El resultado es tan potente como devastador, para redondear la mejor película de Caetano en años.