Quince mil es apenas el número oficial con que suele calcularse el número de seres humanos que han encontrado su tumba en el Mediterráneo, producto de los innumerables naufragios en los que suele concluir la constante migración de pueblos de África y también de Medio Oriente, que huyen de las guerras, del hambre y de tantas otras catástrofes que han venido sucediéndose en los últimos años.
Gianfranco Rosi, el cineasta italiano nacido en Eritrea, formado en Nueva York y premiado en Venecia y Berlín, entre otros festivales, se instaló dos años atrás con su cámara en la isla de Lampedusa, cuando aún no se habían "inaugurado" otros trayectos alternativos y el mar era la vía casi inevitable y engañosamente más accesible para quienes desafiaban todos los riesgos en el empeño por aproximarse a Europa con la esperanza de hallar un lugar donde vivir mejor.
El problema de los inmigrantes, si es que así puede llamárselo, llevaba en la isla entre Malta y Túnez muchos años. "Somos pescadores y como tales aceptamos todo lo que el mar nos trae", explican los isleños. Pero Rosi, que no duda en calificar esta tragedia como la más grande que ha debido enfrentar Europa desde la Shoah, no se limita a la tragedia de los migrantes, en la descripción de cuya dureza no elude imágenes fuertes (¿cómo lograrlo ante esta realidad?), pero sí elude cualquier sensacionalismo y descarta apelaciones sentimentales. El asunto es político y son los políticos -y no el cine- quienes deberían abordarlo en busca de una solución a semejante crisis humanitaria. La unidad del film, en todo caso, proviene de lo que transmite: si se lo observa en detalle se percibe que ante todo es un film sobre sensaciones, sobre emociones, sobre encuentros, sobre gente y sus historias. Y en lo posible, claro, un urgente llamado de alerta.
En Fuocoammare es la sencilla y callada vida de los habitantes de Lampedusa, con sus tradiciones y sus hábitos de siempre, la que ofrece naturalmente su contraste con la terrible situación de los que lograron sobrevivir a las penurias del aventurado viaje. Y entre los isleños, en especial, la figura de Samuele, un muchacho de 12 años y su familia, con su padre pescador que le enseña el oficio, sus obligaciones escolares, los juegos con la honda que comparte con un amigo y hasta las pequeñas molestias que le acarrea su "ojo perezoso".
En el film, los caminos de los residentes y los que buscaron refugio jamás se cruzan. Es más: Samuele parece ignorar a los migrantes, si bien el film no deja de apuntar sutilmente algunos cambios que han experimentado los isleños desde que la crisis de los migrantes alcanzó en los últimos meses su nivel más dramático.
Mientras, Rosi y su admirable editor observan Lampedusa y yuxtaponen muy diversas pinceladas que conforman un reflexivo retrato de la isla y de una tragedia ante la que muchos muestran similar indiferencia: repetidos y angustiosos rescates en las sobrecargadas embarcaciones, recuperación de cuerpos ya sin vida, de emigrantes que han huido de Siria, Nigeria, Eritrea y otros países de África y Medio Oriente, pero también algunas escenas con el DJ de la radio local ("Fuocoammare" es, precisamente, una vieja canción siciliana que alguien pide para dedicarla a su esposo), la charla con el viejo médico que se confiesa superado por la reiterada y durísima tarea de examinar cadáveres, las rutinas de Samuele y los suyos entre casa, algún diálogo infructuoso entre alguien que espera ser rescatado de un lugar que no sabe precisar o el relato no menos horroroso de un accidentadísimo trayecto desde el norte de África.
El film no oculta el espíritu solidario que se hace visible en Lampedusa, pero habla también -siempre sin subrayados innecesarios- de cierta indiferencia perceptible en torno de esta tragedia de nuestros días. Y he ahí seguramente su más dolorosa evidencia.