Tras conquistar un par de premios en el festival de Cannes, y con mucha expectativa por su estreno comercial en la Argentina, llega a las salas esta remake del clásico que dirigió Daniel Tinayre en 1960. Han pasado 55 años desde aquella película protagonizada por Mirtha Legrand, pero su historia permanece tan presente como inalterable. A pocos días de la multitudinaria marcha#NiUnaMenos, la versión 2015 de La patota parte de un brutal caso de violencia de género, y logra expandir sus horizontes mucho más allá de la etiqueta de "film de denuncia".
Santiago Mitre, el realizador de El estudiante, tensa los hilos desde el comienzo con un plano secuencia de ocho minutos en el que nos introduce en un filoso duelo dialáctico entre una abogada (Paulina), y su padre, un influyente juez. Ella decide abandonar su doctorado en Buenos Aires para internarse en una zona marginal de Misiones, con el objetivo de profundizar en un programa en el que tiene como misión dictar un taller de formación política a un puñado de adolescentes. Esta presentación es fundamental, no sólo para entrar en contacto con los personajes magistralmente interpretados por Dolores Fonzi y Oscar Martínez, sino para sentar las bases de una película signada por las inesperadas elecciones de su protagonista central.
La patota es una película de jugadas opciones, que se adentra en los laberintos de la violencia con un grado tal de revolución de conciencia, que no se permite (ni nos permite) la fuga. El director asume que tiene entre manos un material con fuertes connotaciones sociales y políticas, por lo que de movida trastoca el eje medular de la versión original de los '60, claramente anclado en la piedad religiosa; para zambullirse en un debate más arriesgado, inquietante y complejo.
Lejos del ejercicio complaciente, el film elude la empatía con el espectador y nos muestra a una Paulina, que tras ser víctima de una violación colectiva, responde por caminos muy lejanos a los de la venganza y el ajuste de cuentas vía orden jurídico. El conflicto del personaje plantea una dura encrucijada, en la que confluyen la angustia de un cuerpo que ha sido arrasado, con el peso histórico de la profunda división de clases. "Cuando hay pobres en el medio, la justicia no busca la verdad, busca culpables", lanza en un crispado momento la abogada devenida en maestra rural. Como parte de los engranajes del mundo del derecho, tanto ella como su padre, son profundos conocedores de ese axioma.
Santiago Mitre presenta a las criaturas de esta historia sin el lastre de la sentencia. En este sentido, y a diferencia de cualquier producción nacional estándar, La patota orquesta su mirada desde una perspectiva de clase media progresista, priorizando la incertidumbre por encima del discurso concluyente.
Paulina no sólo busca la explicación de la violencia, sino también llegar a su origen. En medio de eso, hay una revolución de sentimientos que oscilan entre la compasión, la culpa y la repulsión. Hay también un firme manifiesto sobre la idea de purgar la confrontación a través del entendimiento, una noción que se ubica en las antípodas del latiguillo reaccionario "hay que matarlos a todos". Aún a expensas de que el mal se perpetúe, la protagonista juega sus propias cartas, inmersa en el dolor y la perplejidad.
Lejos de erigirse como un relato cerrado, La patota apuesta a una serie de interrogantes realzados por la lograda atmósfera de la fotografía de Gustavo Biazzi y la música de Nicolás Varchawski. Es cierto que algunos personajes secundarios merecían más desarrollo, por ejemplo el ex novio de Paulina (Esteban Lamothe) y su tía (Verónica Llinás). Pero esas reducciones no le restan potencia a una película que más allá de sus disyuntivas, nos estampa contra una verdad irreductible: no hay escapatoria.