Hay directores que definen un estilo propio que, tras dos o tres films iniciales, conquistan los elogios de la crítica y la aceptación del público masivo. Pablo Trapero, realizador de títulos tan emblemáticos y convocantes del cine argentino como Mundo grúa, El bonaerense, Leonera, Carancho, Elefante blanco y El Clan; es sin dudas uno de los importantes nombres de la pantalla grande nacional. Sus historias han estado siempre signadas por una impronta realista, con apuntes de crítica social y conflictos precisamente trazados. Dentro de su filmografía, La Quietud representa un volantazo absoluto, un renovado y sorprendente cambio de paradigmas.
La película comienza con un elegante plano secuencia que sigue a Mia (Martina Gusmán), ingresando en la estancia familiar llamada La Quietud. Dentro del gran caserón, se escucha una acalorada discusión entre sus padres, señal de comienzo del fuerte cimbronazo que vendrá. Mia acompaña a su papá que debe comparecer ante un fiscal, ni ella ni nosotros sabremos la causa de la citación hasta bien entrado el relato. En plena declaración, el hombre mayor sufre un ACV, lo cual impulsa la llegada desde Francia de la hermana de Mia, Eugenia (Bérénice Bejo), la hija predilecta de una madre tan punzante y sombría como Esmeralda (Graciela Borges).
Sin apelar al vértigo narrativo, pero con una atmósfera que combina un notable virtuosismo visual, con una narración que dosifica el pesado historial de una familia que esconde más de un secreto, Pablo Trapero juega claramente las cartas del melodrama, con todos sus condimentos: infidelidades, ocultamientos, un accidente y una variada gama de patologías mentales. A diferencia de sus films anteriores, el director orquesta una puesta que apela al marcado despliegue del artificio. Desde la musicalización omnipresente, que incluye temas completos de Vanessa Paradis, Mon Laferte y Aretha Franklin, hasta el extremado refinamiento con que su cámara va siguiendo cada instancia de la historia.
Los diálogos tienen marcadas oscilaciones, que podrían resultar un tanto desconcertantes para algunos espectadores. Hay de todo. Desde charlas íntimas desarrolladas con total naturalismo, hasta pasajes más afectados en donde el texto adquiere los más subrayados ribetes característicos del culebrón. En ningún caso, se trata de una indefinición de tono por parte del guión escrito por el propio Trapero, en colaboración con Alberto Rojas Apel. Si hay algo admirable en esta película, es la plena convicción y auto conciencia de cada uno de los caminos que elige.
Entre las bifurcaciones que plantea La Quietud, también está aquello que subyace en las sombras durante buena parte del relato. Afortunadamente, el film no incurre en el lugar común del flashback explicativo sobre el pasado de la familia protagonista. De manera tan atípica como magistral, la película funciona tanto en un primer tramo en el que reina una lograda atmósfera de incomodidad intercalada con desatadas escenas pasionales, como en la recta final cuando Trapero decide poner los trapitos al sol y esclarecer el origen del infierno.
En un melodrama promedio, un cierre que explicite todas las causas del mal, equivale a una fórmula tan desgastada como automatizada. En cambio aquí, ese desenlace funciona porque Pablo Trapero lo encara sin quedar a medias tintas, yendo de lleno a la catarsis más visceral. La escena de una crispada Esmeralda revelándole a Mia lo más terrible que una madre podría confesar a su hija, alcanza el nivel de contundencia necesario, porque está capitaneada por una enorme actriz como Graciela Borges, que se apodera de un largo plano sin cortes con un grado de potencia y precisión descomunal.
Esta historia, absolutamente dominada por sus tres mujeres protagónicas, asume una audacia poco habitual en el cine argentino, que generalmente ubica a los hombres en el centro de la escena. En esta oportunidad, reconocidos nombres como Edgar Ramírez y Joaquín Furriel, funcionan como meros satélites de las féminas que van al frente en cada una de las decisiones de la trama. A su vez, la película es doblemente osada si tenemos en cuenta que su director venía del arrasador éxito de taquilla de El Clan, que llevó a más de dos millones y medio de espectadores a las salas. La Quietud en cambio, tuvo un lanzamiento a gran escala en más de 200 cines del país, y una tibia recaudación durante su primer fin de semana, que luego se vio reforzada con su reprogramación en circuitos alternativos.
Pablo Trapero se inclina esta vez por una jugada arriesgada, que no cuenta con el gancho comercial que de antemano tenía su versión de los crímenes de la familia Puccio. En un film de considerable presupuesto como este flamante estreno, las compañías productoras, entre las que se encuentra Matanza Cine, fundada por el realizador y su pareja (Martina Gusmán), corren el riesgo de no salir bien paradas en términos de rentabilidad. Mientras tanto, como expresión de nobleza, el cine siempre gana cuando sus grandes creadores deciden salir de la zona de confort.
La Quietud / Argentina / 2018 / 117 minutos / Apta para mayores de 16 años con reservas / Dirección: Pablo Trapero / Con: Martina Gusmán, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez y Joaquín Furriel.