Werner Herzog no sólo es un gran director. Es, esencialmente, una persona curiosa que además sabe preguntar y eso, sobre todo en el terreno del documental, es una de las condiciones fundamentales para que las historias o temas que elige resulten apasionantes.
No creo que Lo and Behold, Reveries of the Connected World se ubique entre los mejores trabajos de no ficción de su larga trayectoria pero, aun cuando su estructura sea más convencional que en otras oportunidades (recurre básicamente a testimonios a cámara de expertos en distintas áreas de la tecnología o en el análisis del impacto de las mismas en la dinámica social, así como de víctimas del uso indiscriminado de los nuevos dispositivos y servicios), la película nunca deja de ser atrapante y, en muchos pasajes, fascinante.
En el arranque Herzog reconstruye los inicios de Internet y para ello va hasta la UCLA de California donde, en un pequeño salón y con una máquina que hoy parece prehistórica, se inició el 29 de octubre de 1969 una de las revoluciones más importantes de la humanidad. Aquellos pioneros como Leonard Kleinrock y Bob Kahn ofrecen una mirada valiosa sobre cómo soñaron ese invento (incluso con errores) y en lo que se ha convertido hoy gracias a la creatividad (y a la maldad) del hombre.
Dividida en 10 episodios y con 30 entrevistas, Lo and Behold, Reveries of the Connected World -un trabajo más apocalíptico que laudatorio sobre la tecnología- expone, a través de la explicación de la astrónoma Lucianne Walkowicz, la posibilidad concreta de que una erupción solar haga caer Internet y, con ello, ponga en serio riesgo la supervivencia humana, cada vez más dependiente de la interconectividad.
La película también muestra la vulnerabilidad de la red y de las personas (interesante el testimonio del mítico hacker Kevin Mitnick), así como los descubrimientos de innovadores y visionarios (hoy convertidos en multimillonarios) como Elon Musk. La posibilidad de enviar personas a Marte y estar conectados fácilmente con ellas (el propio Herzog se propone como integrante de una misión al planeta rojo con cámara en mano) ocupa otro de los capítulos. Los cambios morales producto de cambios tan vertiginosos, las profundas diferencias generacionales y los riesgos de la inteligencia artificial son otras cuestiones que Herzog y sus entrevistados analizan con inteligencia.
Entre los segmentos más interesantes están aquellos que reflejan a las víctimas de la tecnología. Por ejemplo, los adictos a Internet que han perdido casi todo contacto con el mundo real (han dejado de bañarse, de comer y han puesto en riesgo su vida y la de sus seres queridos); o los habitantes de la comunidad de Green Bank, en West Virginia, que se han refugiado allí por ser uno de los pocos lugares sin antenas de celulares que afecta a quienes tienen sensibilidades especiales frente a las emisiones electromagnéticas. Ese pueblo, al rodear al gigantesco y fundamental telescopio Robert C. Byrd, no puede estar “contaminado” por señales externas y, por eso, se ha convertido (un poco como los personajes de A salvo, de Todd Haynes) en el lugar favorito para aquellos que reniegan de toda presencia tecnológica. Otro de los pequeños grandes hallazgos de ese buceador de historias y excelso narrador que es el infatigable Werner Herzog.
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