Un rincón perdido entre las montañas del Cáucaso post soviético a comienzos de la década del 90. Lejos de todo, pero no de los conflictos. En la larga y variada historia de esa zona han pasado tantos pueblos y civilizaciones como los que se reflejan en su composición étnica, religiosa y lingüística. En Abjasia, la región en disputa que Georgia reclama como propia tras la desintegración de la URSS y donde reside una antigua comunidad estoniana, ya casi no quedan civiles de ese origen: han vuelto a su tierra por la guerra. Sólo quedan dos, por causa de las mandarinas: Margus, el granjero que las cultiva, e Ivo, el viejo carpintero sereno y sabio que le provee los cajones para la fruta.
Y cuando la guerra irrumpe en el lugar a través de una cruenta escaramuza, ésta se produce a metros de sus casas y deja un tendal de muertos y dos heridos. Ivo recoge al primero que encuentra, un mercenario checheno musulmán, y lo esconde en su casa, mientras Margus descubre a otro sobreviviente, un maltrecho georgiano que ha sido dado por muerto y que recibe igual destino. El problema es que se trata de enemigos acérrimos: sólo no dan origen a una nueva guerra porque lo impide la autoridad natural y el carisma de Ivo: le basta con advertirles a sus forzosos huéspedes que en su casa "nadie está autorizado a matar a su prójimo".
El espíritu pacifista del dueño de casa se manifiesta en sus acciones, en su actitud reservadamente casi paternal hacia esos jóvenes guerreros, cuyo ánimo exaltado va aplacándose de a poco con la obligada convivencia. No le hacen falta discursos, como no le hacen falta palabras al director Zaza Urushadze (los diálogos son breves, concisos) para mostrar que algunos tenues gestos de hermandad pueden manifestarse aun en un ambiente tan tenso, áspero e inclemente como éste, ni expresiones antibélicas para dejar expuesto el absurdo de la guerra. Por otra parte está claro que al realizador, responsable de un libro tan inteligente como reflexivo, no es en particular este conflicto de comienzos de los 90 entre los georgianos separatistas de la Abjasia y los chechenos solventados por los rusos el asunto que quiere exponer, sino más bien la universalidad de la guerra, alimentada por el odio ciego y siempre dejando su triste secuela de destrucción, física y moral.
Su mirada apunta al ser humano. Importan los hombres como tales, metidos en una situación explosiva. El cuarteto protagónico, encabezado por Lembit Ulfsak, según parece toda una leyenda de la escena estoniana, es tan convincente como conmovedor.Mandarinas narra una tragedia, pero aunque no le faltan pinceladas que dan cuenta de la fina sensibilidad del director, no sobrecarga la emoción. Es un poco como su héroe: estoico e introspectivo, y en su conjunto, incluso con su final esperanzador donde el humanismo que anima a su autor se hace más visible, puede decirse que también tiene el sabor de las mandarinas: dulce y ácido a la vez.