Primero enero (2016) sigue a un niño y su padre que se van de vacaciones a la sierra cordobesa. Es la última oportunidad que el hombre tiene de honrar la tradición padre-hijo, la cual pronto desaparecerá entre el divorcio y la inminente venta de la casa de veraneo.
No son vacaciones en el sentido divertido de la palabra, sino una especie de resquicio emocional. El padre quiere cimentar la relación con su hijo y se nota que no sabe bien cómo, que va probando qué funciona y qué no. Pescan, plantan un árbol, talan otro, cocinan, juegan a las cartas. El hijo se abstrae de toda actividad con una mezcla de espanto y apatía. Sólo le interesa saber de su madre, y de última le intriga la niña que aparece junto al lago todos los días pero con quien no se anima a hablar.
La ópera prima de Darío Mascambroni es una película de pocas palabras que apuesta a la carga emocional entre padre e hijo (interpretados por Jorge y Valentino Rossi). La puesta en escena ilustra la distancia entre ambos – el lacónico diálogo incidental, por ejemplo, o la forma en que el padre pasa la mayor parte del tiempo fuera de campo, mientras que el encuadre está tallado a la altura del niño.
Hay también una construcción de paralelos entre las vivencias de padre e hijo y los mitos griegos que intercambian a lo largo de la película (Pandora y su misteriosa caja se convierten en símbolos de la maternidad ausente, mientras que la niña del lago hace de sirena). Es algo que ocurre un par de veces y nos enseña cómo el niño entiende el mundo alrededor suyo. En general el foco recae sobre él, que está bien en su dispersión con algunos parlamentos increíbles. “Es la primera vez que vengo acá,” le dice la niña. “Yo la última,” responde bajando trágicamente la cabeza.
Primero enero es una historia mínima, generada en menos de un mes, con escasos recursos económicos, pero con mucho talento y sensibilidad a la hora de saber que captar y como transmitir una relación entre padre e hijo.