Como su título de estreno local explica, este film propone un fin de semana en París. Los viajeros son Nick y Meg, matrimonio de sexagenarios ingleses de Birmingham (Jim Broadbent y Lindsay Duncan, resplandecientes de sabiduría actoral). Esta comedia dramática con diversos componentes amargos, o este drama matrimonial con varios componentes luminosos, empieza directamente en medio del viaje, en el tren. El ritmo es veloz, a veces incluso precipitado.
La cámara y la mirada emocional son cercanas a los personajes, a este matrimonio gastado por el tiempo: se suceden peleas, reconciliaciones, rodeos, retrocesos, heridas, alegrías, pero no están dispuestos de forma estanca, sino que se juegan a veces en una frase acertada o errada, en una mirada a tiempo o tardía, o en el éxito o fracaso de una cena. Del amor al odio en la inflexión de una palabra. De la euforia a sentimientos amargos en apenas instantes. Nos acercamos a Meg y Nick de forma no frontal, lo que se nos revela de su vida se hace desde ángulos no esquemáticos. En ese sentido, Un fin de semana en París nos mete en un torbellino emocional -que tiene la sabiduría de no negar el dolor- de forma vibrante, deseante, en movimiento.
Con guión de Hanif Kureishi (Ropa limpia, negocios sucios, Intimidad), Un fin de semana en París es también una película generacional. Sobre quienes fueron jóvenes en los años sesenta y setenta, una generación objeto tal vez de demasiadas películas, entre ellas la plañidera Las invasiones bárbaras. Afortunadamente, Un fin de semana en París es sutilmente generacional, y lo es progresivamente en capas que se van sumando. Estamos ante un relato que nos lleva con seguridad hacia un tercio final con diversos riesgos que la película sortea más que airosa, incluso fortalecida, luego de una cena a la que se llega a partir de un reencuentro y la irrupción de un tercer protagonista (Jeff Goldblum magistral, como es habitual). Hay precipicios catárticos fuertes, y no hay huida ni caída. En ese punto el montaje, con una elipsis fundamental, revela la mano segura y la sapiencia narrativa del director Roger Michell (Un lugar llamado Notting Hill, Un despertar glorioso). El seleccionado de canciones de la película emociona y lanza conexiones significativas, hasta llegar a la cita directa de los gloriosos años sesenta de Jean-Luc Godard, estación Bande à part. Y en ese instante feliz, o ya antes, entendemos que Un fin de semana en París es también una evocación lúcida de la nouvelle vague, en las discusiones y los acercamientos románticos veloces, en la importancia de las calles de París y de sus mesas, en la rebeldía de mantenerse no solamente vivos, sino vitales.